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martes, 2 de agosto de 2016

Segundo inventario de pérdidas


Nuestra historia
no dista mucho de la vuestra.
Incluso se diría idéntica.
Primero, perdimos la vergüenza,
el miedo, la distancia,
el pudor y la inocencia.
Después le tocó el turno a la razón,
el norte, la noción del tiempo,
la sensación de vértigo
en los labios.

Fue más tarde,
poco más tarde,
cuando perdimos el rumbo,
el fuego, las llaves secretas,
nuestras contraseñas.
Hasta la educación.

Por perder
nos perdimos el respeto.
Desde ese momento fuimos
perdiendo altura
y con la altura perdimos
el miedo a caer.
Le perdimos la partida
a la inercia y sus náuseas,
perdimos el tiempo,
en definitiva: la batalla.

Nos perdimos.

Nuestra historia, insisto,
no dista mucho de la vuestra.
Somos, en esencia,
perdedores natos
de cosas importantes.

martes, 25 de noviembre de 2014

El fin justifica los comienzos


Intentó encajar el golpe con dignidad, pero aquella era la mujer más especial que había cruzado por su vida. Aquella lección sería dura de aprender, pero tenía que haber una fórmula mágica que la hiciera desaparecer a toda ella, a su físico y a su química. Finalmente, tras cruzarse con otra belleza rubia en la misma barra donde minutos antes la mujer de su vida le decía que no, encontró el teorema que justificaría todos sus fracasos. Mientras se preparaba para atacar a su nueva presa, asimilaba la derrota anterior repitiéndose hacia dentro: “lo nuestro empezó porque tenía que acabar”.

martes, 1 de abril de 2014

Confeti



Uno, por ejemplo, puede ser mayor y llorar. Pero siempre a solas.
* * * * *
Ella se acercó a la mesa cuando todos salían. Sonreía y me ofreció “si quieres, puedo enseñarte un truco para que se cumplan tus deseos”. Mientras metía el material de clase en el maletín y el aula se iba vaciando de personas pequeñas con grandes mochilas, me detuve a sopesar la oferta de aquella niña durante unos segundos.
- ¿Ah, sí? ¿Y se cumplen de verdad?
- Claro, ya te lo he dicho: –y bajaba la voz –es un truco.
Era mi primera experiencia como tutor de un curso. Después de más de tres años deambulando por colegios de pueblos hasta entonces desconocidos para mí, logré encontrar una plaza fija en un colegio de mi ciudad natal. Primero-bé era un grupo de once niños y catorce niñas, una de ellas Marta.
- ¿Y vale para cualquier deseo?
Marta se encogió de hombros, sin atrever a dar una afirmación tan contundente, limitándose a afirmar: “a mí, de momento, me ha funcionado”. Con tales argumentos uno no puede negarse a conocer las técnicas ocultas para conseguir lo que se desea, por lo que le insté a que me mostrara aquella habilidad secreta que tan amablemente se había ofrecido a compartir conmigo.
- Es muy fácil. Coge un papel. –Lo arranqué de mi cuaderno. –Bien, ahora escribe el deseo que quieras que se cumpla. –Lo escribí. Y entonces, un recuerdo…
* * * * *
Sucedía también en una clase. Por aquel entonces, yo era uno de esos mocosos con heridas en las rodillas o manchas de bolígrafo en las manos. Probablemente estábamos en primero y hacía calor, porque llevaba aquella camiseta de rayas y las ventanas estaban abiertas de par en par. En el patio no había nadie y ella me explicaba lo que había que hacer:
Ahora lo escribes y doblas el papel dos veces por la mitad y me lo das.
Ella lo cogía, y se daba la vuelta con el papel entre las manos. De espaldas a mí, la veía mover los brazos bruscamente a intervalos cortos de tiempo y volver la cara hacia atrás para comprobar que yo no me movía ni intentaba ver lo que estaba tramando. Después, giraba de nuevo con una mano atrás y otra delante con el puño cerrado.
Ahora tienes que pensar muy fuerte, muy fuerte, en lo que has escrito. Y darme la mano. Y pensar muy fuerte muy fuerte.
Me dio la mano que llevaba a su espalda y me miró.
¿Estás pensándolo muy fuerte muy fuerte?
Cuando asentí se llevó la mano que no agarraba la mía a la boca.  Sopló fuertemente por el hueco que dejaba su dedo índice apretado contra su pulgar y sucedió la magia: cientos de papelitos salieron de su pequeño puño volando por la ventana, al aire cálido de aquel ¿mayo? ¿junio?, da igual. El caso es que mi deseo nunca se cumplió.
Recuerdo que aquel día, al llegar a casa, lloré encerrado en mi habitación sin saber exactamente la razón.
* * * * *
- ¿Vas a escribir algo más?
- No. –Me había quedado bloqueado durante el tiempo que duraba mi recuerdo, olvidándome por completo de la pequeña Marta.
- Vale, entonces dámelo. –Seguía un poco ausente, pensando en aquel recuerdo, hasta entonces casi olvidado para mí. –El papel.
Tal y como había supuesto, Marta me mostró el mismo truco que mi compañera de primero. Se llamaba Natalia. Natalia Celdrán Dávila. Marta sopló por la ventana que había junto a mi mesa y mi deseo, fragmentado en pequeños papelitos voladores, salió flotando en dirección al lugar donde descansan los deseos que no se cumplen.
- Ya está. Se te cumplirá.
Intenté dibujar una expresión de emoción, a sabiendas de que el truco, en realidad, no funcionaba. Ella me miró, casi triste, como dándose cuenta de que su intento por alegrarme el día había fracasado.
- Alberto… ¿puedo darte un beso?
Y me desarmó con un beso y un abrazo.
Aquel día, al llegar a mi apartamento, lloré. A solas. Cumplía treinta y cinco años.
* * * * *
Dos años antes, el día de mi cumpleaños cayó en miércoles y Gabriela y David venían a verme para celebrarlo juntos en aquel pueblo en el que trabajaba. Gabriela era la madre de David y la mujer a la que cuatro años atrás le había hecho acreedora de mi “sí, quiero” particular. Yo nunca cumplí treinta y tres años, porque aquel año me quedé sin cumpleaños, sin mujer y sin hijo. La carretera era peligrosa, poco iluminada y con tendencia a las heladas en los meses de invierno. No puedo echarle la culpa a ningún conductor borracho, ni temerario, ni siquiera a Gabriela por haberse distraído… simplemente pasó, el asfalto se volvió hielo y el Volkswagen azul se convirtió en una fiera sin control que acabó empotrándose contra un camión que venía en sentido contrario.
* * * * *
No deberían permitir a hombres tristes dar clases en primaria.
Al día siguiente, en el recreo, Marta se acercaba con su risa puesta, sus trenzas, pecas y un pequeño bulto en las manos. Yo tenía la costumbre de aprovechar ese tiempo para sentarme en las escaleras del patio y observar el bullicio de niños y niñas.
- Mi mamá me ha dado esto para ti. –Una servilleta arrugada era el escondite perfecto para un par de magdalenas caseras. –Cuando estoy triste, ella siempre me hace sus magdalenas mágicas.
- Supongo que el truco de ayer también es cosa de tu mamá, ¿no?
Las trenzas se le agitaron bruscamente con su sí silencioso.
- Mi mamá sabe magia. Tuvo que aprender cuando mi papá se fue. Pero solo la utiliza para cosas buenas. – Probé una de las magdalenas. –Ayer, por ejemplo, las hizo porque le dije que estabas triste.
- ¿Y tú cómo sabes que estoy triste?
Entonces se me acercó lo más que pudo y me respondió.
- Es fácil: tienes la misma mirada que mi mamá.
- ¿Tu mamá está triste?
- Sí, pero ella lo disimula mejor que tú. Se sabe los trucos.
Y echó a correr.
* * * * *
Tuve un pálpito que me hizo citarme con la madre de Marta, con la doble excusa de agradecer la atención de las magdalenas y tantear el ámbito familiar de la niña, cariñosa, dulce, pero con un ligero aire de amargura. Era un martes, y en el ordenador, el segundo apellido de Marta, al que nunca había prestado mayor atención, comenzó a relampaguear, bailando de un lado para otro de la pantalla, jugando con mi mirada, dándole vueltas a mi estómago y deslizándose con desvergüenza por los recuerdos vagos de mi infancia:

Celdrán

            Como un imbécil, garabateé una página de mi agenda con un puñado de palabras y, riéndome de mí mismo, arranqué la hoja y la hice trizas con la decisión que maneja un jugador de cartas. Abrí la ventana del despacho y, retrocediendo casi treinta años, volví a esparcir el confeti de los deseos por el aire de la ciudad, haciéndolo revolotear, flotar, planear, mecerse, esparcirse. Caer.

            Natalia, por supuesto, me reconoció.
            Por eso aquella reunión no fue una reunión normal. Salimos del colegio y terminamos en una terraza, comentando lo que la vida había hecho de nosotros. Los dos nos habíamos casado y tenido hijos, yo perdí a los dos, ella sólo perdió al padre de Marta, que se fue por voluntad propia seguro de que todo iba a ser más fácil ingresando en un clínica de desintoxicación. Natalia se dedicaba a mantener un discreto contacto eventual para saber de él. Yo no pasaba un día sin acordarme de Gabriela y David.
            -El otro día Marta me volvió a enseñar ese truco de los deseos que se convierten en confeti. –Natalia sonreía. –Y recordé aquel día que me lo enseñaste tú.
            Quizás fue la cerveza, quizás los treinta y cinco años, quizás el sol, pero después de dos horas de hablar de nosotros, de su hija, y de todo lo acontecido:
            - Teníamos siete años… ¿sabes lo que escribí aquel día en el papel?
          Su mirada era una afirmación tímida y simpática, en el fondo siempre lo habría sabido…
            Y cometí el error de intentarlo. De tratar de ver cumplido ese deseo. Ella bajó la cabeza, un tanto avergonzada.
            - Lo siento –me acarició la mano con la ternura del que trata de calmar a un niño triste.
            Algo menos de treinta años después, Natalia Celdrán Dávila seguía siendo la misma niña cariñosa y a la vez inaccesible para mí.

Dos besos, sonrisas, miradas, recuerdos, me alegró verte de nuevo, suspiros, más miradas, un niño con camiseta de rayas, la cuenta, un cigarrillo, confeti-desilusión, la calle, Natalia. 
Y adiós.


Este relato resultó ganador en la XV edición 
del Premio Literario Victoria Kent, 
en su modalidad de relato. (2009).

martes, 28 de enero de 2014

Una fecha erronea

Uno vuelve a casa después de una reunión. Lunes, 27 de Enero de 2014, 19:32 h. Autobús, línea 39, dirección norte.

Durante el trayecto, y tras la soporífera sesión de trabajo, uno se entretiene haciendo análisis de los variopintos ocupantes del autobús. El chico con el peinado imposible y los auriculares, el tipo que habla a voces por el móvil, el abuelo con calcetines claros... No es hasta casi llegar a la parada cuando caes en el luminoso que marca de forma intermitente y alternativa el día y la hora y "PARADA SOLICITADA", todo ello en rojo sobre fondo negro.



El letrero, evidentemente averiado, marca como fecha actual un miércoles, 13/03/00, 00:15 h. En un ejercicio imposible de memoria, intentas recordar qué estarías haciendo tal día a aquella hora de la noche. Miércoles y en aquella época de estudiante de seguro estarías en casa, durmiendo, estudiando o frente al ordenador. Imposible recordarlo.

Efectivamente, no lo recuerdas, pero aquel día y a aquella hora concreta, dabas por terminado el catálogo de correcciones al que habías sometido tu último relato, relato que sería, por aquel entonces, el primero con el que te sentirías realmente orgulloso y que compartiste, por primera vez, con alguno de tus amigos. Sería también el primer relato con el que ganarías un pequeño certamen y con el que tuviste la satisfacción de sentir como algo tuyo era reconocido en mayor o menor medida.

Aquella fecha errónea que marcaba el letrero es una fecha importante en tu vida y, sin embargo, la has olvidado como habrás olvidado tantas otras. Ahora ese letrero se aleja calle arriba, a la conquista de la siguiente parada y su marquesina, será visto por infinidad de pasajeros para los que quizá aquella fecha errónea también signifique algo, también fuera en su momento un hito en sus existencias, y para los que, igualmente, pasará desapercibida por pertenecer a ese lugar de la memoria que utilizamos como vertedero.

Tú cruzas la calle, sigues haciendo un pequeño esfuerzo tratando de recordar algo de aquel marzo de 2000, sonríes. Lo único que se te ocurre es que faltaban dos años para que la vida te cambiara. Aprietas el paso. La lluvia es un volver la esquina, un recorrer el bulevar, un pensar que con aquella fecha del luminoso hay que hacer algo. Escribir algo. 

Qué menos que una entrada en el blog que tienes casi abandonado. 

sábado, 20 de julio de 2013

Lugares comunes: Pasos de cebra (2)

Pasos de cebra
·Historia fugaz de amor frugal en el semáforo del Corte Inglés·

¿Qué se le dice a la mujer de tus sueños
si no la conoces de nada,
si sólo has compartido con ella
el tiempo que tarda un semáforo?


      Rojo peatón. Tuve que detenerme en seco y entonces, los coches.

          Al otro lado la descubrí. A Ella. Porque Ella no tenía nombre. La contemplé despacio, entre coches con prisas laborales, luces de neón, gentes de martes por la tarde, invierno, bufandas con olor a hojarasca, motocicletas con faringitis. Las cebras urbanas, etcétera. Cuando vi sus ojos sorprendí su mirada. Ella también me observaba y yo tampoco tenía nombre.

           Lo nuestro era imposible. Y supongo que los dos lo pensamos en ese momento inicial, en el encuentro fortuito, furtivo, quizás obsceno. Frente a frente, las miradas encendidas eran desafiantes –quién puede más –su pelo rubio, recogido, los labios odiosamente deseables, el cuello como una puerta abierta al infinito... Yo soñaba en blanco y negro sus besos, y ella me mostraba sin compasión el erotismo de su pupila, el rojo-pasión del semáforo, la ternura de sus labios; mantenía sus ojos en mí, retándome a la locura, empujándome al atrevimiento, dándome motivos para la valentía: “Yo pongo las normas: si me dices algo, te regalo un beso”, ella era la reina blanca... yo el rey negro y el asfalto un tablero bicolor de sesenta y cuatro cuadrados. Lo nuestro, definitivamente, era imposible.

               Entonces, automóviles que frenan y verde peatón. En instantes de segundo tenía que decidir por qué rayas optar, negras, blancas, negras... mejor blancas. La crueldad de las decisiones. Tomar decisiones, blanco o negro, éxito o fracaso, todo o nada... y, sin embargo, quizás no haya nada tan decisivo... tal vez el éxito y el fracaso no son resultados de las decisiones sino designios del azar. De cualquier manera, opté por blancas, confiando en que su decisión hiciera unirnos en el centro del paso de cebra, en la misma franja, el mismo color... Adelante.

            La marea de gente se lanzó a la conquista de la otra orilla y nosotros, ambos, decidimos comenzar el abordaje. Nos acercamos el uno al otro, entre procuradores, funcionarios, contables, fontaneros, amas de casa y demás habitantes de los pasos de cebra. Yo, pendiente de no pisar las franjas negras y sin dejar de mirar sus ojos, ella amenazando con conquistarme a algo más de un metro de mí. Me lancé a la búsqueda de palabras para decirle que ella era mi “ella”, esa mujer que todos buscan y que nadie encuentra.

Mentalmente trataba de pensar algo que decirle, pero.

Sí: “pero”. Porque… qué se le dice a la mujer de tus sueños si no la conoces de nada, si sólo has compartido con ella el tiempo que dura un semáforo. Se quedó frente a mí, franja negra, peatón intermitente. Nos limitamos a mirarnos, desconocidos en franjas de diferente color y perdidos en las calles de la ciudad sin nombre, sin poder decirnos nada porque nada se dicen los que de nada se conocen. El tiempo se quedó congelado y nos dejó frente a frente sin poder hacer nada, sólo continuar cada uno su camino hacia la otra acera... porque quizás aquello había sido imposible desde el principio, tal y como habíamos pensado. Sí, yo también me dije esas mentiras. Tantas y tantas veces.

Y así, sin más, nos dejamos pasar el uno al otro, perdiéndonos entre la gente, como un ciudadano más, esperando nuevas batallas que, por supuesto, volveremos a perder. Decepcionados con la oportunidad huida, la fugacidad de los semáforos.

La timidez de los pasos de cebra.
Foto extraída de pensamientosdeunacebolla.blogspot.com

lunes, 3 de junio de 2013

Boda en la ciudad (crónica).

Han quedado en compartirse todo: techo, balances, tiempo, amor.

Besos que firman alianzas, pasodobles que se disfrazan en primavera, cielos barrocos que preceden a lluvias de cereales con confeti, alegrías que nos estallan en las manos con sabor a champán. No les cansan ni los abrazos al atardecer, ni las horas, días, meses, de quebraderos de cabeza. El fin justifica los nervios y acaba también con ellos: es hora de disfrutar. La Historia se cita con su historia de amor. Fotos, flashes hacia el pasado, flores en los pasamanos de un silencio cómodo. El río que divide en dos la ciudad, les une para siempre, el Triunfo se hace felicidad, el escenario les envuelve en un laberinto de azahar y buganvillas. De pronto vuelven a la multitud.

Se han propuesto ser causa y efecto, espiral de afectos, proveedores de motivos para amar.

Al abrigo de los seres queridos, la noche avanza suave, con sabor a mostaza, vainilla y frutos rojos, se escurre por los manteles y las alegrías, se les cuela en las sonrisas contagiosas, les abraza en un vals que nos hace cosquillas a todos en el cielo del paladar. Antes, recuerdos en formato ppt, de cuando todos éramos más jóvenes, más inocentes, menos primos de riesgo, quizás igual de sensibles a la felicidad de los demás, la amistad perpetua, el verano azul de nuestras vidas. Recuerdos también de ausencias, un nudo en la garganta... y dos, y tres... respiremos hondo, la noche debilita los corazones.

Han acordado compartirse, seguir cumpliendo promesas y años, hacerse mutuamente eternos.

Poco a poco, se nos agrandan las risas, nos desborda el cariño, un dulzor incipiente comienza a rodear las palabras. Les vemos deambular, al son de la música, apurando las primeras horas de la primera madrugada. Fuera, rumor de patios y macetas añil. Dentro, estruendo en clave de pop, mojitos, hielo en escamas. Cruzan sus miradas, reiteran sus promesas, se ofrecen como refugio del otro. La noche se va alargando hasta el límite establecido, se van pidiendo treguas, varias banderas blancas, despedidas en forma de espiral,  un hit de los 80's, luces fuera, abrazos, besos, adiós.

Al final del día, quedan solos los dos y aquello que les une. Todo lo demás es lo de menos.




A Rosa y Pablo, con abrazos atrasados.

miércoles, 13 de marzo de 2013

Paradas de autobús


Adoro la forma en que te sientas en la parada de autobús.
Distraída, con el móvil entre las manos y yo-qué-sé-qué en la cabeza, adoptas esa postura que a mí me resulta imposible: las piernas extrañamente cruzadas, quedando sentada tú sobre una de ellas, la de abajo, que doblas hacia tu cuerpo, y la otra, la que cruza, con el pie encima del propio asiento. Una equis perfecta, como marcando el lugar.
Cada día te observo durante diez minutos, el tiempo que suele tardar el autobús en llegar y desaparacerte. Al día siguiente vuelves como si nada: de nuevo tu postura imposible, tu aire despistado. Los viernes, sin tú saberlo, te despides hasta el lunes con la sonrisa del que tiene el fin de semana por delante. Para mí, instalado en un día entresemana perpetuo, los viernes no significan nada, acaso un ventanal sin sustancia durante 72 horas, un adiós disimulado, una maldición a la línea 39, un odio tu ausencia los mediodías del sábado y domingo.
Ando obsesionado con mirar la calle. Por eso, Margarita me deja junto al balcón cada día, después de comer. Palomas, el tráfico, niños correteando, gente que pasa, habitualmente con prisas que le otorgan los horarios impuestos de oficinas y comidas en familia, y tú, la más apacible de todos, con tu mirada limpia y tranquila, tu pelo ondulado años 50, tu manos menudas y tus movimientos tímidos. Se te ve feliz, algo inocente, apenas una veinteañera despistada. Tal vez por un poco de todo ello me recuerdas tanto a Julia.
[Julia…]
A veces pienso en bajar a saludarte, presentarme como el hombre que lleva 5 meses siguiéndote la pista cada mediodía, entre las dos y las dos y diez, desde el balcón de enfrente, en la primera planta de aquel edificio. Pienso en contarte, que a pesar del tiempo y mis arrugas y mi vista más que cansada, te reconozco, porque sigues siendo la chica del despiste y la timidez. Me imagino allá abajo, junto a ti, bajo esa moderna marquesina de cristal y acero, y, casi temblando, contarte que, tal y como me prometiste, me hiciste el hombre más feliz del mundo, contarte que desde aquellos días de hospital y lágrimas, pésames y cementerios, echarte de menos y mirar por el balcón es a lo que se ha reducido mi cotidianeidad. Contarte tantas y tantas cosas que tú ya ni siquiera recordabas. Contarte que te conocí hace casi sesenta años, aunque tú tengas 20 y eso no sea posible, aunque por aquel entonces no existía ni esa parada de autobús ni esta residencia de ancianos que me sirve de atalaya, ni yo era tan viejo ni tú vestías vaqueros, ni nos imaginábamos siendo abuelos ni yo te quería ya tanto, pero sí que ya por aquel entonces, adoraba tu extraña forma de sentarte.
Si esta silla de ruedas me dejara, bajaría a conocerte de nuevo, a reiniciar nuestra historia, a que me prometieras de nuevo que vas a hacerme el hombre más feliz del mundo.
Entonces, solo entonces, dejaría de escribir historias estúpidas de viejo senil. 


*Fotografía tomada de la web http://eduardoochoa.com

domingo, 11 de marzo de 2012

El dióxido necesario (recuerdo de Central Park).


Pedaleabas y te hacías dueña de Central Park, sorteando corredores de footing y parejas con perro. Te rodeaban árboles que el otoño había enrojecido y un frío que no lo era tanto detrás de las bufandas y las bicicletas. Aquel día tomamos el café con Alicia y sus maravillas y nos tumbamos en Strawberry Fields a la sombra del Dakota en compañía de un Playmobil. El sol en el lago, el ojo en la cámara, la vida en derredor.

Si Central Park es el pulmón de Nueva York, nosotros fuimos eritrocitos aquel día: nos llenamos de O2 en un paseo en bicicleta y fuimos soltándolo, más tarde, poco a poco, en cada cm2 de toda la 5ª avenida.

Porque cada ciudad –sin excepción –necesita del oxígeno de sus habitantes.

En cambio, sólo algunos habitantes –sólo unos pocos malditos –necesitan del dióxido de sus ciudades de origen. Cuando eso sucede, el síndrome de abstinencia por ese CO2 en particular es brutal.

domingo, 12 de junio de 2011

Lugares comunes: los balcones (III)

Los sábados toca baile. Por eso, después de cenar, ella se pasa un rato en el baño escogiendo las sombras para esconder las sombras malva que sus párpados ya han adquirido sin necesidad de brochazos. Se pinta los labios, se arregla el pelo y se echa crema de manos que frota sobre su piel hasta que ésta la absorbe por completo. Se mira al espejo tristemente: no queda rastro de aquella niña pecosa y pelirroja, de ágiles movimientos y pestañas al infinito.


Él, por su parte, espera paciente en el sofá, manchas de la cena en la camisa y mirada perdida en la esquina inferior derecha del televisor. Entonces entra ella al salón lentamente, al paso que le impone aquel andador prescrito por necesidad, y se acerca a él. Le tiende las manos.

- ¿Sabes qué día es hoy? -Él le contesta con apenas un parpadeo, su mirada ahora se pierde en ella o, quizás, en otra época. -Sábado. Sabes qué toca los sábados, ¿verdad?

La sonrisa amplia de ella se le contagia y le toma las manos para levantarse del sofá con la torpeza que lo haría un hombre de hojalata oxidado. Una vez en pie, ella se aferra fuertemente a sus manos. Ahora puede olvidarse del andador, confía en sí misma cuando él está a su lado.

Aún conservan un radio-cassette de los 80, enorme, de doble pletina y de color negro, que tienen colocado en la terraza, sobre una mesa LACK blanca que sus hijos le compraron en su última visita a Ikea. Cuando salen, lo primero que hace ella es activar el play, la cinta ya está preparada y cuanto antes empiece a sonar la música, menos probabilidades hay de que él ponga algún impedimento. Comienza el baile... 




...un baile lento en el que ella tiene que marcar los movimientos. De vez en cuando él le pisa inconscientemente y ella sonríe [hay cosas que nunca cambiarán, piensa] y se entrega al balanceo de sus cuerpos, al muñeco de trapo de su marido, al dolor en las rodillas, al acogedor hueco que para su cabeza existe entre el hombro y el cuello de su compañero de baile. Llega un momento en que se olvida de todo. De sus achaques, de la enfermedad degenerativa de él, de la incomunicación entre ambos, de que la canción se acaba, de que están en la terraza de un tercer piso y de que un ciudadano cualquiera, vecino de enfrente, puede estar viéndolos, abrazados y bailando al ritmo de una música que ya no existe, y encontrar así motivos para, a la mañana siguiente, escribir un post en su blog después de dos meses inactivo.

Gracias, por tanto, vecinos de enfrente, por devolverme a esta ciudad.

sábado, 26 de marzo de 2011

Decisión: Erasmus


En un impulso más fuerte que su capacidad para contenerlo rompe a llorar.

Aparca el coche de su padre, de marca japonesa (Toyota city-Aichi-Japón), fabricado en Cambridge-Ontario-Canadá, comprado a un importador en Aachen-Renania del Norte-Westfalia-Alemania, la antigua Aquisgrán. Aún tiene en su boca el sabor del café jamaicano compartido hace escasos minutos con él en aquella cafetería italiana regentada por un cincuentón de un pueblo al norte de Albacete que dio a parar con sus huesos aquí cuando su mujer, profesora de inglés en secundaria, consiguió plaza en un instituto de la región.

Derrama lágrimas tristes sobre un clínex blanco del paquete que hace un par de días le vendió un senegalés vestido de gitana y tocado con un sombrero cordobés en un semáforo de la Avenida de América. En su desconsuelo, aún le recuerda, sentado frente a ella hace apenas minutos, dándole unas  explicaciones que no quería escuchar, pidiéndole un perdón que a ella le es imposible considerar, tratando de convencerla de que aún se podían salvar…

En el móvil, la música que el ruso Tchaikovski le puso a la adaptación que el francés Alejandro Dumas hizo del cuento alemán de Hoffman El cascanueces y el rey de los ratones, rompe el silencio del interior del coche. En la pantalla táctil del teléfono de marca coreana aparece la imagen de aquel viaje a Londres: ellos dos, abrazados, sonrientes, exultantes, en el puente que sobre el Támesis diseñó el español Santiago Calatrava en 1990. Una llamada: es él.

Un nuevo y rabioso impulso incontrolable, le hace coger el móvil –aún sonando, vibrando, iluminado –bajar el cristal y lanzarlo con fuerza por la ventanilla. Lo observa volar por el aire, rotar sobre sí mismo, caer al asfalto, rebotar una y otra vez sobre el gris para, finalmente, quedar in-móvil unos instantes antes de ser aplastado por el camión de una empresa de transportes belga fabricado en Suecia y conducido por un venezolano, a juzgar por la bandera que ondea junto al espejo del copiloto. En segundos, en su cabeza, y simultáneamente a la imagen del conductor y el móvil destruido, se cruzan las palabras de él explicándole su inocente aventura con aquella chica de Maturín (Venezuela, que coincidencia) compañera reponedora del supermercado de aquella cadena alemana donde trabaja desde hace un año. Entonces piensa en aquel libro que dejó a medio leer de ese autor nacido en Tocopilla, Chile, de origen judío-ucraniano y apellido casi impronunciable donde hablaba de los Actos Poéticos.

Lo sucedido en su vida en aquellos últimos veinte minutos –concluye tras reflexionar y secarse las lágrimas –era sin duda un Acto Poético fruto de la globalización.

Entonces sonríe, arranca de nuevo su coche de marca japonesa (Toyota city-Aichi-Japón), fabricado en Cambridge-Ontario-Canadá, comprado a un importador en Aachen-Renania del Norte-Westfalia-Alemania, la antigua Aquisgrán, se esfuerza en olvidar el sabor del café jamaicano compartido hace unos minutos con él en aquella cafetería italiana regentada por un cincuentón de un pueblo al norte de Albacete, y decide que el año que viene, definitivamente, sin lazos sentimentales ni sexuales que la aten, seguirá el consejo de sus padres de solicitar la beca Erasmus para su último curso de carrera.

sábado, 8 de enero de 2011

Lugares comunes: Los semáforos.

Trabaja en el rojo y las ventanillas. Vive y duerme en la intemperie.


Cuando tú frenas y te adentras en el atasco de las 8 menos 10, él ya está esperando tus céntimos de caridad, tu aliento de humo y prisa, tu ralentí desganado y madrugador. Con su sonrisa, su andar cansado, su gorro cómico -única protección ante el gélido desamparo de la mañana invernal - y sus ojos de esperanza férrea. Con todo ello te espera, aguarda al rojo del semáforo y tus luces de frenos, se acerca y, a pesar del cristal a modo de barrera y tu cara de apatía, sabe que necesitas sus carantoñas y mohínes, sus paquetes de clínex y sus ambientadores de pino. Cuando vuelve el verde y comienza a moverse la serpiente de coches, él vuelve satisfecho a la acera, mostrando el blanco de sus dientes en una mueca feliz. No ha conseguido ni un céntimo, pero sabe que te ha hecho reír.

En África -piensa- es más difícil sacar sonrisas que vivir en la calle. Justo al contrario que aquí.


Córdoba, Polígono de Chinales.
(Semáforo junto a la Gasolinera)
 7 de Enero de 2011

viernes, 15 de octubre de 2010

Lugares comunes: las plazas.


A veces, mira para atrás y ve una plaza con bancos en un barrio de la periferia, donde un día contuvo la respiración más segundos de la cuenta. Era su técnica infalible para ver pasar los trenes, para no confundir señales, para no equivocar los gestos: contener la respiración.
Mira atrás. La plaza. Un banco. Ella.
La vida –piensa –normalmente la marcan los grandes momentos –el primer diente, el primer amor, el primer suspenso, la graduación, aquellas vacaciones, el primer hijo… –sin embargo, pasamos de largo pequeños momentos que también nos marcan. Son breves instantes, apenas segundos, en los que se fraguan, quizá, decisiones, grandes y pequeñas, que influirán mucho o poco en el resto de nuestra vida.
Esos segundos él los pasaba aguantando la respiración –se pregunta qué sería ahora de él de haber tomado aquellos trenes en vez de perderlos. –Por eso, a veces, mira atrás y ve una plaza con bancos en un barrio de la periferia, y es consciente de que allí frente a ella, casi en actitud autoprotectora, tal vez algo miedosa, quizá prudente o en exceso racional, contuvo la respiración durante unos segundos. Los segundos precisos para dejar pasar un tren, o quizás para no equivocar los gestos, o quizás, simplemente, para recordar siempre aquella plaza como la plaza de la respiración contenida, del pecho en un puño, de las oportunidades perdidas.
Mira atrás y ve la plaza. Recuerda algún silencio prolongado entre ellos, miradas huidizas, la respiración contenida para mantener la amistad inquebrantable. Recuerda que se levantó y soltó el aire cálido que había escondido durante segundos en lo más profundo de sus pulmones, en el alvéolo más recóndito. Aún sentada, ella sonreía.
Y su sonrisa seguía siendo la misma y nada había cambiado.
O lo que es lo mismo: un nuevo tren se perdía a lo lejos.

lunes, 30 de agosto de 2010

Lugares comunes: Barras de bar (II)

CHINCHETAS

Bárbara lleva un bar, el Bara, con la barra de bar más peculiar de la ciudad. De madera oscura barnizada originariamente, Bárbara ha “customizado” su superficie agregándole chinchetas que clava manualmente, consiguiendo un toque de lo más chic para su local de copas y que contrasta a la perfección con esa mirada triste que tanto poder de atracción tiene sobre toda su clientela.
Las malas lenguas dicen que lo de las chinchetas empezó el día que un tal Roberto, su socio, compañero y pareja hasta entonces, abandonó el negocio para abandonar a Bárbara. La destrozó. Durante meses trató de olvidar a Roberto y sobreponerse, atrincherada en su barra de bar bajo aquella chincheta clavada. Pero Roberto fue la primera. Luego vinieron todas las demás. Dicen que Bárbara recuerda el nombre de cada chincheta, las caras siempre intenta olvidarlas. Juega con ellas, creando un inmenso mosaico de cientos de redondos rostros metálicos sobre su barra de bar con el fin de olvidar el primero y perderlo entre tantos otros.
Anoche me obligó a clavar mi chincheta particular –su última victoria –haciéndome prometer que no volvería por el local. A estas horas ya me habrá olvidado y yo solo seré otro pequeño fragmento de su historia chic de barra de bar.

martes, 2 de marzo de 2010

Lugares comunes: Salas de estudio

Yo también pasé horas y horas, incluso noches enteras, en alguna biblioteca. La facultad de Derecho caía cerca de casa, pero yo siempre preferí la sala de estudio de la, por aquel entonces, recién inaugurada Casa de la Juventud, aquel edificio multifuncional rescatado por el Ayuntamiento, antaño kasaokupa, que por aquellos años me acogió cálidamente.

Yo también hacía descansos, de hora en hora, para tomar café, salir al fresco, estirar las piernas, charlar un rato.

Yo también acabé sucumbiendo a las musarañas (siempre tuve tendencia a estar en ellas). Con el tiempo todos los allí presentes nos conocíamos de vista o de poco más.

Yo también seguí acudiendo a la sala de estudio, aunque sabía que el tiempo allí no era fructífero. Yo también caí en la tentación de unos ojos claros desconocidos, los más bellos de aquel entonces. Yo también me aprendí de memoria cada pestaña, cada onda de su pelo castaño atrapado en una diadema, cada forma de su boca al recitar sin sonido sus apuntes de palabras redondeadas. Yo también imaginé su nombre, nunca lo supe, la carrera que estudiaba, su edad, los bares que frecuentaba… Mientras malgastaba tiempo en sentirme culpable y en proyectos muertos de antemano, yo también me dejé arrastrar por su mirada y su efecto 2000 en mi sistema operativo, no quise escapar a ella, no quise. Yo también pensé en alguna locura en forma de post-it. Aquel año sólo aprobé dos cuatrimestrales.

Yo también me enamoré en una sala de estudio. Jamás volví a verla.

(Curso 99-00, Casa de la Juventud, Córdoba)

lunes, 2 de noviembre de 2009

Pretéritos infuturibles (lamentablemente)

Se ha levantado a las 9 y, después de desayunar y de tomarse su colección de pastillas-para-estar-buena, ha hecho la cama en un "plisplás", se ha puesto el traje de falda y chaqueta azul –azul apagado, que le dice ella –se ha aplicado coloretes en las mejillas y se ha pintado los labios de color rojo-rojo. Muy rojos. Es el color que utiliza los días que se siente fenomenal.

En el ascensor, ha ido soltando sonrisas a los vecinos que iban montando en las distintas plantas conforme el aparato bajaba. No han hablado del tiempo. Tampoco de la crisis. Ni siquiera nadie ha preguntado por la salud de nadie. Todos callaban y ella simplemente sonreía.

Cuando ha salido a la calle, el cielo tenía un azul muy intenso –todo lo contrario que su traje –y ha pensado “pues hace un día estupendo”. Ha paseado por el parque despacito, pero aún así ha tenido que pararse a descansar dos veces. Ha hecho la compra, de la que previamente había confeccionado una lista:

Yogur soja

Espárragos blancos

Filete ternera

Jamón Llor

COVAP (semidesnatada)

Calabazin

Peras O ubas.

Estropago

Se lía, a veces, con las “bes-altas” y las “bes-bajas” y con muchas cosas más, pero le enorgullece entender su letra redonda, algo tosca y, en ocasiones, temblorosa.

El día ha seguido redondo cuando al pagar en Caja le ha tocado un vale con un 5% de descuento en productos de limpieza para la próxima compra. Loca de contenta, ha subido a casa, ha colocado cada cosa en su sitio, y ha vuelto a bajar a la calle.

Para rizarse el rizo se ha metido en la peluquería. Ha visto las fotos del Diez Minutos –el Príncipe cada día está más guapo, piensa –y ha escuchado la historia de una vecina a la que, precisamente, no se le ve “el pelo” desde que le tocó la lotería el verano pasado. Después se ha peinado y le han echado laca de la buena, para que le dure. Cuando ha salido eran ya las dos y media, no tenía la comida hecha pero le ha dado igual. Todas en la peluquería se han tragado su broma de que se ha echado un novio.

A su edad!

De vuelta, en el ascensor, aún se reía para adentro.

miércoles, 1 de julio de 2009

"Caricias": Drama urbano en 3 servilletas (III)

Servilleta "Caricias" azul, #3 (arrugada, en el suelo):

El futuro

Dentro de un rato, de tanto mirarla, se le habrán ido las ganas de decirme nada. Como tantas otras, se habrá marchado marchado, persiguiendo un rayo de sol, dedicándome una sonrisa en forma de “no nos volveremos a ver más”.

Yo me quedaré un rato sentado en la terraza, encajando el mismo golpe de siempre. Después, miraré el gentío de terrazas y buen tiempo a mi alrededor y lo contrastaré con mi individualidad. Con su imagen aún en la memoria, me marcharé vacío de vuelta a casa.

Convencido, como de costumbre, la habré perdido. Para siempre.

La mujer de mi vida.

Foto: extraída de http://fotos-cordoba.blogspot.com/

lunes, 29 de junio de 2009

"Caricias": Drama urbano en 3 servilletas (II)

Servilleta "Caricias" roja # 2:

El presente

En invierno en la Plaza de la Corredera ponen terrazas los bares los días que hace sol y yo acostumbro a sentarme en este que hace esquina, porque es donde te ponen las aceitunas más grandes con el hueso más pequeño. Helada la cerveza y la conciencia, he tratado de olvidarme de ella, concentrarme en el reloj de la plaza –las doce y veinte –y todo lo que he conseguido es sentirme noviembre.

Un minuto y veintitrés segundos más tarde el azar ha vuelto y ella ha reaparecido detrás de un sorbo de cerveza convirtiéndose en martes soleado en esta Plaza. Ahora está sentada en la mesa que hay frente a la mía, lee un libro de bolsillo y ha descubierto los tintos de verano. A mí me ha dado por gastar servilletas escribiendo todo esto, llevo media hora, dos cervezas y los mismos cigarrillos. A ella le he contado siete páginas, cinco sonrisas y una ilusión. De sus parpadeos ya he perdido la cuenta. No hago más que mirarla convenciéndome de lo evidente y tratando de que ella también se dé cuenta de ello, se levante, se acerque a mí y me diga lo que espero que me diga, así, casi todo de seguido, sin pausas... Algo como hola, ¿qué tal estás? ¿me reconoces? Soy yo. La mujer de tu vida.

domingo, 21 de junio de 2009

"Caricias": Drama urbano en 3 servilletas (I)


Servilleta "Caricias" azul #1:
El pasado

Te encontré en una plaza del centro, bebiendo de una de esas fuentes públicas. Tú serías belga, francesa o italiana, o quizás franco-italiana, como esas producciones que ponen en La2 los martes de madrugada. En cualquier caso, no era martes, ni madrugada y yo no sabía de donde venías tú ni hacia donde iba yo.

Te seguí a hurtadillas mientras dirigías tus pasos hacia el barrio viejo, calles empedradas, estrecheces encaladas, y tus huellas me sabían a algo más dulce que la casualidad. Mi instinto desafinaba una canción improvisada sobre el azar y los desencuentros que éste provoca y tú no hacías más que mirar al cielo y no, no parece que vaya a llover, vaya: ya he echado el chubasquero para nada.

Pronto acabaste confundiéndote con los de tu especie, turistas de a pie, con mochila a cuestas, unos con cámara de fotos, otros con guías de viaje, tú con tu mirada desconocedora de alrededores y, en un segundo, te perdí.

Olía a azahar, había rumor de fuentes y de gentes, sonaban campanas de misa, las doce del medio día, la calle estaba a rebosar de viajeros y yo me quedé desolado, vagando por las calles de alrededor, buscando desesperadamente una cara que se pareciera a la tuya, una Dorothy sin trenzas y sin pecas caminando por el sendero de baldosas amarillas que no eran ni baldosas ni amarillas, sino cantos rodados que chisporroteaban al roce del sol. Me sentí irresponsable –cómo has podido perderla, dejarla marchar –era la multitud, me despisté –no, no hay excusas, deberías encontrarla.

Pero no, no había manera…

Desolado, frustrado y decepcionado, necesitaba despejarme... ¿una cerveza?

Me respondí "que sí".

...continuará.

Foto: Extraída de Flickr - usuario violetí©

jueves, 7 de mayo de 2009

Van a por nosotros

Conocí a Juanma en un curso de teatro. Su improvisación del albañil-poeta me dejó K.O. y tuve que acuñar para él las siglas J.M.G., que él y algunos pocos más entienden. Juanma, como yo y, probablemente como tú, gastamos nuestro tiempo en un trabajo alienante sabiendo que tendríamos mejores cosas que hacer... Necesitamos trabajar tanto como realizar esas "mejores cosas". Una necesidad, la primera, es méramente económica. La otra, gastroduodenal, visceral, casi vital.

Juanma me presentó a Miguel. De esto, ya digo, hace muchísimo tiempo. Miguel tenía un proyecto: Felicidad Concreta, y yo iba a ser el Dios más parecido a John Malkovich. La Felicidad nunca se concretó, pero gracias a Juanma conocí a Miguel que me hizo conocer, cuando aún existían las casettes que se podían grabar de pletina a pletina, a los Accidentis Polipoetics.

¿Y qué tiene que ver el título con todo esto? ¿Y qué tiene que ver el primer párrafo con el segundo?

Pues eso, nada...

Pero escuchad: van a por nosotros.