martes, 30 de diciembre de 2008

Everything changes

Febrero tuvo 29 días y a cual de ellos más loco. Logré un ascenso que ni me merecía ni me apetecía, quebraderos de cabeza y más dosis de auto-ocupación. Pusieron en marcha el acelerador de partículas más grande del mundo. Angie participó en Cosmopoética y yo me lo perdí. La Casa Blanca dejó de ser tan blanca. Adiós a Paul Newman. Surgió el Blu-Ray, conocimos el I-phone y descubrieron agua helada en Marte. Alguien hizo un ridículo espantoso en Eurovisión y, sin embargo, triunfó en la Eurocopa, la Copa Davis y Wimbledon. Algunos amigos –que no todos –viajamos a París y cumplí varios sueños. Nació este blog. Jose se enamoró y fue correspondido. Cambié de colonia y de apartamento una vez, de opinión más de tres y de calzoncillos algunas más. Paco y Clara se independizaron. Clara siguió con su beca y Paco encontró trabajo, se le acabó el contrato y ahora trabaja días sueltos en fiesta para fastidio personal, y que no falte.  Alguien tuvo una idea de descontar 400 € en la declaración de la renta. Bardem ganó el Oscar y Woody Allen grabó en España. Roberto Saviano se condenó escribiendo un libro de condena a la mafia. Barajas lloró en Agosto. Jesús encontró editorial para su Primer Libro.  Yo me encaramé a mi mesa y me salió creíble el papel del tío que lo tiene todo controlado… aún no entiendo cómo. Oí en directo Salitre y me sentí Turnedo en el Eutopía. Al más Loco me lo perdí. Liberaron a Betancourt. Dos niños se hicieron grandes de repente en una noche de verano lejos de su casa. Manoli encontró lo que no andaba buscando, también a muchos kilómetros de distancia de su casa. Fallé a un par de amigos el día de Navidad (mentí: fueron más de dos. Mentí de nuevo: no sólo fue el día de Navidad). Lola hizo un corto con un relato mío. Cordura, la película, vio la luz. Conocí a Francesca que me descubrió el Rum-e-pera que me descubrió la peor resaca del mundo. Conocí a más gente, me reencontré con viejos conocidos e intenté ampliar el concepto de amistad con mis amigos más próximos. No dejé que me importara ni la nariz de Letizia, ni la niña de Rajoy, ni los novios de la Duquesa. Me inicié en nuevas disciplinas, paseé mil veces por mi ciudad con los ojos cerrados, y algunas menos con los pies en el suelo. Hice dos mil fotografías, solté un millón de sonrisas y alguna que otra lágrima. Dormí caliente y a veces después de hacer el amor. Tuve vértigos e inspiraciones. Problemas, crisis y nostalgia. Me hice más preguntas de las que puedo contestarme. Me respondí de mala manera, me acosté sin ganas, dormí poco pero de un tirón y soñé mucho. Le di vueltas a la cabeza sobre si todo merece la pena. Tuve una oferta de trabajo no del todo interesante para el sitio más interesante del mundo para mí. Rechacé la oferta, me di una prórroga a mí mismo, porque sé que llegará. Seguí enganchado a la Coca-cola, el Neobrufén y las esquelas. Cogí nuevas manías, olvidé algunas estúpidas que tenía y me inventé más mentiras de lo habitual. Llovió bastante y me pilló normalmente sin paraguas. Viajé muchos kilómetros, normalmente en círculo, ¿dónde iremos a parar? Fui consciente de que Paula crece y de que Javi madura, mientras que Rafa y Lola permanecen (casi) igual (Rafa es cada año algo más calvo y Lola se cambia de peinado cada temporada). Di cientos de besos, algunos con cariño, otros por compromiso, unos de cortesía, otros de amor, otros lascivos, obscenos. Pasó el año y tuvieron que pasar miles y miles de cosas para que todo permanezca igual, casi inalterable, inmutable… y poder encontrarte aquí, a mi lado, siempre.

El 2008 ha dado para mucho. Saludos a todos con los que he compartido algo en este año que se va y más aún para aquellos con los que no voy a poder despedirlo.

Dicen que el año que entra será un año malo. Yo sólo espero que me siga dando oportunidades, que me abra puertas, que me haga mejor hombre y que me deje cumplir proyectos y sueños que aún mantengo. Os deseo lo mismo a todos.

A.B... despidiendo un 2008 movido.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Lo mejor

Miles de LEDs adornan la avenida. Vencen la noche o, quizás, la hacen más bella. Los comercios cuelgan su disfraz invernal de ofertas y promociones y en la esquina un gordo barbudo vestido de rojo aporta su tilín-tilín infernal a la banda sonora de las aceras. Guirnaldas de luz de una farola a otra, taxis ocupados para siempre y pasos de cebra con personas con manos con bolsas con espíritus navideños venidos a menos.

El frío se ha instalado en las esquinas. Tal vez un humo que no es humo salga de mi boca ahora que intento desearos lo mejor para estas fiestas y el año que viene ya se verá.

A.B... en la ciudad.

domingo, 21 de diciembre de 2008

Una visita importante a la ciudad

Hace muchos años, en 1966... la ciudad era una ciudad distinta. Ajenas a la fama de los dos personajes, las calles y las gentes se dejaban grabar por una cámara para la posteridad. Os dejo las imágenes para el que no las haya visto ya.

Saludos.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Azotea de horas bajas.

A quién corresponda:

Es complicado, yo también lo sé. Experiencia propia. Ese escozor en el ventrículo, ese vacío en los deseos, ese aumento del gasto de neumáticos. Ni tu Ford Mondeo, ni su capacidad para generar excusas, ni vuestra economía os lo van a agradecer... pero, a veces, nadie te da a elegir.

La vida te lleva por caminos raros. Lo que un amigo te contaba en el Santa Ana hace unos años,  lo revives tú ahora. Te digo que es complicado, que sí, yo también lo sé. Pero siempre merece la pena.

A veces las azoteas como ésta sirven para despejarse. Sube, cuelga los bajones del revés, el relente de la noche les suele venir bien. Y tráete un par de cubatas de esos para compartir. Desde aquí también se disfruta de la ciudad, el Silencio. la noche. Bienvenido a mi azotea de horas Bajas.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Lugares comunes: los balcones.


Le sabían a regaliz los cigarrillos a Julio. Tenía la insana costumbre de fumarlos con el balcón abierto, con la mirada puesta en la plaza, tal vez en los muchachos que corrían detrás de un balón, o mirando las palomas que andurreaban alrededor de algún banco, o quizás vigilando el kiosko de Pedro, donde su hija Pilar le compraba el paquete de tabaco semanal junto a la prensa diaria. Le sabían a regaliz. Los cigarrillos. A Julio.

Con ochenta años que tengo, ya no será el tabaco lo que me mate.

Y lo encendía con parsimonia, y a veces llegaba Mario y le soplaba el encendedor. Entonces le miraba y lo encontraba sonriendo con picardía, como si tuviera ocho años. Nuevo intento, mismo resultado. Se le escondían los ojos al sonreir y le aparecían hoyuelos en las mejillas. El vivo retrato de su abuela, a la que emulaba en su infructuoso empeño de no dejarlo fumar. “Cabroncete”, pensaba Julio. Y le tocaba el pelo a Mario.

A Mario le gustaba ver a su abuelo fumar. Llegaba del colegio, salía al balcón y dejaba la mirada fija en el metro cuadrado que rodeaba a su abuelo, las ondas de humo, jirones de niebla con olor a nicotina. Entonces pensaba en si el humo tenía mal sabor.

El humo  tiene mal sabor, ¿verdad, abuelo?

A Julio le daba la tos mientras asentía con la cabeza.

Y si sabe mal, ¿Por qué fumas?

Vete a la cocina, Mario, te llama tu madre, ¿no la oyes?

Y no, Mario no oía a su madre, pero corría a la cocina.

Julio se quedaba pensando “diantre de niño” y miraba el reloj de pared del salón que marcaba las catorce-veinte. Entonces volvía a mirar a la calle, se apoyaba en la baranda del balcón con movimientos lentos y se le dibujaba una sonrisa. Ella estaba a punto de aparecer. Se le aceleraban las palpitaciones cuando torcía la esquina y, con su destreza habitual, subía la moto a la acera por el paso de peatones y la dirigía hasta el lateral del kiosko, donde todos los días a esa hora la dejaba aparcada. Le encantaba ese momento del día: observar como se bajaba de la moto, quitándose el casco y dejando al aire su melena pelirroja y ondulada. Luego guardaba el casco bajo el asiento, ponía el antirrobo y salía del campo de visión que el balcón le otorgaba a Julio. Al instante, sonaba el teléfono.

Julio, ¿la has visto?

Pues claro, Rodrigo

¡Qué maravilla! ¡Qué portento! Y hoy mejor que ayer, ¿eh?

Desde luego, Rodrigo, mejor que ayer

Y Rodrigo era su vecino de toda la vida, el del piso de arriba. Y oía su risa nerviosa  por encima de su cabeza después de colgar el teléfono móvil.

Después llegaba Mario con una servilleta de papel. ¿Podemos lanzar revolandetas? Y montones de papelitos con las alas abiertas caían girando y describiendo curiosas piruetas sobre la acera, los coches y algún transehúnte hasta que los platos estaban servidos. Julio apagaba su cigarrillo con falso sabor a regaliz, Mario tiraba “la última, por favor” a través de las rejas del balcón y, aún con las sonrisas puestas, entraban al comedor y se sentaban a la mesa.


Foto: Juan García Gálvez

jueves, 11 de diciembre de 2008

De embudos y disciplinas

Lo reconozco: afortunadamente, me cuesta conciliar el sueño últimamente. Y es que se me agolpan las ideas en la cabeza. Es buena época para crear. Es una de las razones por las que recientemente cuelgo poco por aquí: Intento diversificarme, probar nuevas disciplinas y, de paso, amueblar paredes del salón de mis padres.

Perdonen, es solo el cuello del embudo. Cuando se abra será la leche.

Saludos a los que empiezan a ser ciudadanos asiduos, viandantes habituales y vecinos de comentarios.

A.B.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Lugares comunes: Pasos de cebra.



Cierra los ojos y respira hondo. Se le llenan de marrones, grises y ciudad los pulmones. La pituitaria se le excita al olor de las castañas asadas del puesto de la avenida y el frío, polar, afilado, le hace escarcha en los ojos. Mientras espera la señal precisa, sube la cremallera de su cazadora, se cala la gorrilla y se siente comulgar con sus compañeros de la línea de salida.
El otoño ha esparcido de lucecitas los árboles y las noches, y se difuminan al final de la avenida entre tanto coche, autobuses, humo y ciclistas invisibles bajo sus bufandas infinitas. 
Al otro lado, en la otra acera, solo se ven cuellos alzados de abrigos, guantes y paraguas a punto de abrirse. Alguna sonrisa. Muchas bolsas. Unas botas katiuskas con gabardina. Dos perros con abrigo y un bisón con collar de perlas. Gente mirando el reloj. Un niño con mochila y gorro. Dos abuelos con sombrero y tantas arrugas como años.
Al fin la señal, el disparo de salida, semáforo-verde-peatón, y todos se lanzan a por él, entregándose a su encarcelamiento en blanco y negro, como personajes de Bergman. Entre todos ellos, él recorre lentamente el código de barras urbano, buscando miradas, sintiendo el tráfico humano, esquivando bolsas, codos y un carrito de bebé sin bebé. La señal verde empieza a parpadear, aprieta el paso y, de repente, encuentra la acera bajo sus pies. Entonces mira hacia atrás, sonríe, cierra de nuevo los ojos y vuelve a respirar hondo. Siente algo recorrerle las piernas, los dedos, las mejillas y las llamadas perdidas del móvil.
Debe ser el Otoño, piensa, o quizás la emoción de los pasos de cebra.

A.B.... casi terminando las vacaciones.