Pedaleabas
y te hacías dueña de Central Park, sorteando corredores de footing y parejas con perro. Te rodeaban árboles que el otoño había
enrojecido y un frío que no lo era tanto detrás de las bufandas y las
bicicletas. Aquel día tomamos el café con Alicia y sus maravillas y nos
tumbamos en Strawberry Fields a la
sombra del Dakota en compañía de un Playmobil. El sol en el lago, el ojo en la
cámara, la vida en derredor.
Si
Central Park es el pulmón de Nueva York, nosotros fuimos eritrocitos aquel día:
nos llenamos de O2 en un paseo en bicicleta y fuimos soltándolo, más
tarde, poco a poco, en cada cm2 de toda la 5ª avenida.
Porque
cada ciudad –sin excepción –necesita del oxígeno de sus habitantes.
En
cambio, sólo algunos habitantes –sólo unos pocos malditos –necesitan del
dióxido de sus ciudades de origen. Cuando eso sucede, el síndrome de
abstinencia por ese CO2 en particular es brutal.