Éramos jóvenes y conquistábamos
París sin aguacero. Cumplíamos promesas escupiendo desde una gárgola triste de
Notre Dame. Nos dormíamos en el metro, nos perdíamos en el Louvre, descansábamos en los cementerios. El
diluvio, Montmartre, dos cápsulas de Nolotil. Homeopatía, fotos de
grupo, nunca iremos a Disneyland. Éramos jóvenes y con la ciudad a nuestros
pies, alguien se declaraba entre risas. Bajábamos andando y gritando como si
fuera nuestra la Torre Eiffel. Al anochecer, asaltábamos los supermercados, nos
apostábamos la cena, fingíamos no tener nada que perder. Éramos jóvenes y nos
gastábamos el resto en ingredientes para una resaca de viaje de vuelta: para
los valientes, ron Negrita, para las señoritas, un Chardonnay adornando una
alfombra. Éramos jóvenes y de noche cruzábamos los pasos de cebra de París en
pijama. Éramos jóvenes. Éramos jóvenes y de noche. Éramos de noche y sueños, de blancos y negros, de aquel ahora. París, por supuesto, era una
fiesta.