lunes, 15 de diciembre de 2008

Lugares comunes: los balcones.


Le sabían a regaliz los cigarrillos a Julio. Tenía la insana costumbre de fumarlos con el balcón abierto, con la mirada puesta en la plaza, tal vez en los muchachos que corrían detrás de un balón, o mirando las palomas que andurreaban alrededor de algún banco, o quizás vigilando el kiosko de Pedro, donde su hija Pilar le compraba el paquete de tabaco semanal junto a la prensa diaria. Le sabían a regaliz. Los cigarrillos. A Julio.

Con ochenta años que tengo, ya no será el tabaco lo que me mate.

Y lo encendía con parsimonia, y a veces llegaba Mario y le soplaba el encendedor. Entonces le miraba y lo encontraba sonriendo con picardía, como si tuviera ocho años. Nuevo intento, mismo resultado. Se le escondían los ojos al sonreir y le aparecían hoyuelos en las mejillas. El vivo retrato de su abuela, a la que emulaba en su infructuoso empeño de no dejarlo fumar. “Cabroncete”, pensaba Julio. Y le tocaba el pelo a Mario.

A Mario le gustaba ver a su abuelo fumar. Llegaba del colegio, salía al balcón y dejaba la mirada fija en el metro cuadrado que rodeaba a su abuelo, las ondas de humo, jirones de niebla con olor a nicotina. Entonces pensaba en si el humo tenía mal sabor.

El humo  tiene mal sabor, ¿verdad, abuelo?

A Julio le daba la tos mientras asentía con la cabeza.

Y si sabe mal, ¿Por qué fumas?

Vete a la cocina, Mario, te llama tu madre, ¿no la oyes?

Y no, Mario no oía a su madre, pero corría a la cocina.

Julio se quedaba pensando “diantre de niño” y miraba el reloj de pared del salón que marcaba las catorce-veinte. Entonces volvía a mirar a la calle, se apoyaba en la baranda del balcón con movimientos lentos y se le dibujaba una sonrisa. Ella estaba a punto de aparecer. Se le aceleraban las palpitaciones cuando torcía la esquina y, con su destreza habitual, subía la moto a la acera por el paso de peatones y la dirigía hasta el lateral del kiosko, donde todos los días a esa hora la dejaba aparcada. Le encantaba ese momento del día: observar como se bajaba de la moto, quitándose el casco y dejando al aire su melena pelirroja y ondulada. Luego guardaba el casco bajo el asiento, ponía el antirrobo y salía del campo de visión que el balcón le otorgaba a Julio. Al instante, sonaba el teléfono.

Julio, ¿la has visto?

Pues claro, Rodrigo

¡Qué maravilla! ¡Qué portento! Y hoy mejor que ayer, ¿eh?

Desde luego, Rodrigo, mejor que ayer

Y Rodrigo era su vecino de toda la vida, el del piso de arriba. Y oía su risa nerviosa  por encima de su cabeza después de colgar el teléfono móvil.

Después llegaba Mario con una servilleta de papel. ¿Podemos lanzar revolandetas? Y montones de papelitos con las alas abiertas caían girando y describiendo curiosas piruetas sobre la acera, los coches y algún transehúnte hasta que los platos estaban servidos. Julio apagaba su cigarrillo con falso sabor a regaliz, Mario tiraba “la última, por favor” a través de las rejas del balcón y, aún con las sonrisas puestas, entraban al comedor y se sentaban a la mesa.


Foto: Juan García Gálvez

2 comentarios:

Juan Eme dijo...

amigo álvaro, me suenan todos los nombres de tus personajes, y no puedo resistirme a ponerles las caras que conozco de ellos.pero ponerles rostros conocidos no desmerece el relato, quizá lo completen. que pases unas mejores fiestas con los tuyos, y que el año que viene te sea saludable y aireado, que no te falten balcones donde contemplar la noche..

Ciudadano B dijo...

A mí sólo me suena un nombre, pero me gusta eso de que le pongas cara.

Espero que tú también puedas disfrutar las fiestas rodeado de tu gente y que este año que acaba sea peor que el que nos espera...

Y no, ni balcones ni azoteas, ni calles... la noche es nuestra, igual que esta ciudad.

Un abrazo nostálgico.