domingo, 17 de febrero de 2008

El encuentro consigo mismo: el habitante deshabitado

Cierra la puerta tras sus espaldas y sale corriendo lleno de ira escaleras abajo. Dos plantas más abajo, la luz: invade violentamente la calle, chocando de lleno contra una viandante a la que casi derriba, tirándole una maleta gris a la acera. Esboza una tímida disculpa que la joven aprovecha para preguntarle “Perdona, ¿la estación queda muy lejos?”. Él, aún con la ira latiéndole en las sienes, se encoge de hombros y escupe un “yo qué sé” saliendo nuevamente corriendo calle arriba. Farolas, coches, papeleras, puertas y ventanas. La calle muere cruzada por una avenida donde todo es ruido, gris y huele a algo más roto que la ausencia.

La carrera le ha dejado ahogado, trata de respirar profundamente en cortas repeticiones.

El día, como la avenida, también es gris y tiene más de frío que de amable. Decide subirse los cuellos de la chaqueta en un intento doble por cobijarse del aire y por esconderse del mundo emprendiendo la marcha, a paso rápido, hacia ningún lugar de esa ciudad. Los chopos de la avenida -piensa- no están vivos, parecen un elemento urbano más de esa ciudad, meciéndose, ya no por el efecto del aire denso que corre entre los edificios, sino por algún mecanismo interno en los subterráneos de la avenida, algún engranaje secreto que hacen girar, quizás, las criaturas condenadas a vivir encadenadas en un lugar oscuro bajo la urbe.

Bancos con personas desconocidas, una fuente, más farolas, aceras rotas por el continuo maltrato de los transehuntes, más álamos mecánicos, un semáforo.

Rojo.

Veintisiete coches pasan: diez grises, seis azules, cuatro rojos, cuatro blancos, dos negros, uno amarillo. El semáforo cambia de color y él sigue sin saber hacia dónde va. Sólo sabe que huye. Mira el reloj y algo se le amarga por dentro. Decidido, se desabrocha la correa, liberando su muñeca de la atadura del tiempo, reteniéndolo en su puño apretado con fuerza. Una papelera se traga ese objeto del que quería desprenderse, el reloj cae devorado en sus fauces metálicas, oscuras, malolientes tal vez.

En su huída hacia ninguna parte busca algún rostro familiar, no ajeno, alguna indicación que le guíe a su destino desconocido, pero la ciudad le devuelve su lado más vacío, su respuesta más amarga: estás sólo.

Se refugia en otras calles, deambulando entre las gentes que no conoce, doblando las esquinas de las que nada sabe, escuchando sonidos que nada le cuentan, volviendo a los lugares donde nunca ha estado una y otra vez. Opta por pararse: la huída nunca fue una opción, solo un medio para encontrarse. Cierra los ojos, se observa párpados adentro, descubriéndose como lo que realmente es. El ciudadano en la ciudad desconocida. Ese ciudadano b al que nadie mira porque nadie conoce. El transehunte despistado, evadido, huído de sus rutinas, deslocalizado. Ahora sonríe y emprende el camino de vuelta, ahora sabe quién es. Se siente liberado siendo el habitante deshabitado.

1 comentario:

Unknown dijo...

He sido el más rápido... el Diablo (XV)inaugura esta columna de libre expresión en tu solitaria avenida. Tu ciudad promete llenarse de espacios llenos de ti. Auguro habitar tus rincones, visitar tus calles, observar desde tus balcones. El Diablo se queda y vaticino que no seré el único.