Ha olvidado las avenidas grises, los autobuses de línea
y los tickets de la O.R.A. al pasar por Deanes.
También los puestos de la ONCE y los supermercados,
las gasolineras, las prisas y los andamios.
Ahora solo quiere –necesita –ser de cal y terracota,
perderse en un laberinto para encontrarse a sí mismo,
recorrer rincones que le otorgan razones de peso
para morir en el intento de volver para siempre.
Ha olvidado las avenidas grises y las tristes esquinas,
el imperio Inditex, las oficinas y su quehacer rutinario.
Bajando por Céspedes ha decidido prescindir
de todo lo obvio, vulgar e intrascendente de la urbe.
Emulando a Aristóteles, persigue la esencia,
cada mínimo detalle que la hace única.
Así, una vez retirados los rasgos comunes de ciudad,
desnuda de despojos y trivialidades,
la utilizará como dardo envenenado
en un haraquiri desesperado y kamikaze.
Será su peculiar forma de convertirse
en parte de las ruinas y la historia.
Ser parte de la esencia,
ciudadano cosmogónico,
el habitante eterno.