viernes, 3 de abril de 2009

Lugares comunes: el espacio aéreo.


Despegaba del suelo de forma brusca, en décimas de segundo perdía el contacto con tierra firme: comenzaba el vuelo. Las sienes le latían cada vez más fuerte, la respiración se aceleraba al mismo ritmo que sus pulsaciones y sentía un raro hormigueo en las puntas de los dedos y en la boca del estómago.

Aquel día la predicción meteorológica no había errado su pronóstico: “Cielos despejados, alguna nubosidad leve en la tarde sin riesgo de precipitaciones. Temperaturas en ligero ascenso.” El vuelo transcurriría con total normalidad. El verano le sienta bien a los vuelos low-cost.

La ciudad, desde allí arriba, se veía distinta, alejándose poco a poco, como un apéndice que el espacio aéreo entre su cuerpo y el suelo iba extirpándole no sin dolor. Pero el viaje, lo sabía, merecería la pena. A sus diez años, los vuelos eran algo realmente emocionante, si bien la sensación de estar suspendido en el aire no le resultaba del todo agradable. De cualquier forma, para él esos viajes tenían un aliciente claro. Sentía el corazón en el pecho bombeándole, alguna gota de sudor frío, calambres en las piernas, sequedad en la boca… pero todo esfuerzo se vería recompensado, cualquier sacrificio era nimio con lo que esperaba al final del viaje.

Cuanto más se acercaba al destino, mayor era el número de palpitaciones. Sabía que quedaba poco, que pronto habría acabado todo.

Efectivamente, el vuelo tocó su punto álgido, y pasado un corto periodo de tiempo, pisar tierra firme fue todo un hecho. Jadeó un poco mientras se inclinaba sobre sus piernas, se secó el sudor y, sin apenas aliento, sonrío mirando a su compañero que esperaba una respuesta. Él asintió y el otro se propuso iniciar, ahora él, el viaje por el espacio aéreo junto a la tapia de la terraza de aquel ático. Superar su línea de visión era todo un reto a los diez años, pero con la ayuda del otro, que utilizaba las manos como apoyo a sus pies, conseguir un salto más potente era pan comido. El premio por conseguir superar la línea de visión de la tapia era la visualización durante lo que serían centésimas de segundo, suspendidos en el aire, en el punto más alto del salto vertical, de la imagen del topless veraniego de la vecina de al lado en su brevemente invadida intimidad. Merecía la pena el sudor del esfuerzo, las palpitaciones extremas, la invasión del espacio aéreo compartido.

3 comentarios:

Belli dijo...

no recuerdo una tapia tan alta en la azotea, ni a ninguna vecina que mereciera ese vuelo.

Ciudadano B dijo...

Yo tampoco, pero hubiera estado genial, no crees?

Abrazos voladores.

Allek dijo...

que tal!!
pasaba a saludarte..
un abrazo..