martes, 21 de octubre de 2008

Lugares comunes: cabinas de teléfono (2ª parte)

Entonces, un mechero para verse las caras y dar paso a una presentación atípica entre cristales, rodeados de una lluvia que, lejos de cesar, aumentaba de intensidad. El agua se deslizaba por las aceras y el asfalto, calle abajo, ante la imposibilidad de ser tragada por las alcantarillas, poco acostumbradas a aguaceros como aquel.

Cuando uno se queda encerrado dos horas en una cabina con una desconocida a causa de una lluvia violenta y una avenida demasiado grande y sin portales que puedan proteger, se crea una relación un tanto circunstancial e intensa a la vez, ya que, para combatir la incomodidad de mantener silencios excesivamente largos, acabas hablando –entre trueno y trueno –de cosas de las que, normalmente, no hablarías con el primer desconocido que se plantase delante. Pasada una hora la situación era preocupante, la tromba no cesaba y el nivel de agua en el suelo había alcanzado los quince centímetros de escalón que daban acceso a la cabina, aproximándose lentamente a los zapatos de los dos desconocidos sin paraguas.

En ese momento los dos se imaginaron la cabina llena de agua al cabo de unas horas y rieron con la idea de ser dos pececillos en una pecera con línea telefónica.

Tuvieron que pasar una hora más entre risas, charlas y agua en los zapatos para que la lluvia fuera algo más débil y poder plantearse la idea de salir de aquella jaula de vidrio. Sin esconder una sonrisa –triste, pero sonrisa –ella no pudo esconder su deseo de que la lluvia no remitiera y poder quedarse más tiempo con él encerrados en esa cabina. Él soltó un comentario ocurrente, algo así como “habrá más lluvias y esta cabina”. Ella le besó en los labios segundos antes de salir a la calle, al debilitado chaparrón, y decir adiós con su mano mientras emprendía una carrera feliz de regreso a casa.

 

- ¿Le ha pasado a usted alguna vez una cosa así? – Ramón ya no sabía como explicárselo. El policía bebía café en una vaso de plástico y le miraba con cara de póquer. –No es que me importe, agente, pero si no lo ha vivido no puede entederme.

 

Resulta que dos horas de diluvio universal y un beso fugaz así le dejan a uno tocado unos meses. Ramón no puede negar que al cabo del tiempo se hubiera olvidado de aquel encuentro, pero desde entonces las gotas de lluvia le recordaban a ella y a su paraguas roto de lunares malva. La hubiera olvidado si dos meses después, otra borrasca procedente del norte de Europa, no hubiera provocado otro aguacero de similares magnitudes. Desde la ventana de la cocina comenzó a tronar y Ramón se puso en marcha…

Sin paraguas, sin defensa alguna y sin muchas esperanzas, salió a la calle y comenzó a correr, bajo la lluvia, en dirección a la esquina de aquella avenida. Se veían relámpagos a lo lejos y un nubarrón más negro que su pasado que cubría por completo la ciudad. Cuando llegó a la cabina algo dentro de él se derrumbó: nadie.

Decidió entrar, resguardarse en ella, esperar.

Y diez minutos más tarde apareció, avenida abajo, corriendo a contracorriente, la lluvia maltratándole y ella, buscando el refugio perfecto. Su refugio.

Es fácil besarse con un desconocido en una cabina cuando es la segunda vez que lo ves, llueve a cántaros y no hay ningún otro loco por la calle. Es fácil covencerse de que lo de aquella noche fue “su” casualidad, aquella que tanto tiempo llevaba esperando. Es fácil sentirse especial cuando llevas cinco meses metida en un agujero del que deseas salir… y descubres que la mejor forma de salir es meterte en una cabina de telefónos los días de lluvia. Lo instituyeron así, casi sin quererlo, de forma espontánea, las noches de lluvia y cabina. Dos peces grises dándose los besos más húmedos del mundo bajo las lluvias más torrenciales de la última década.

 

-No me cuente más detalles, señor… esto me vale como declaración. No necesito más. –Le tendía los papeles a Ramón. –Fírmeme aquí, por favor.

 

Ramón salió de la comisaría totalmente hundido. Aquel policía no había entendido nada. Ni la historia de la cabina, ni las razones que le empujaron a encerrarse en ella unas horas antes. La decisión de la compañía de teléfonos de retirar en la zona centro de la ciudad las cabinas antiguas por otras más modernas y, por supuesto, abiertas para evitar cuadros de claustrofobia en los usuarios, era una noticia desagradable para la continuidad de sus encuentros bajo la lluvia, una medida para hacer desaparecer el único vínculo de unión entre él y “su” casualidad, una decisión que daría al traste con toda la magia que conservaban esas citas de aguacero. Quiso evitarlo con cartas a la compañía, cartas en los periódicos contando su historia, denuncias a la OCU argumentando lo útil de tales cabinas en caso de diluvio universal, pero ninguna de sus protestas tuvieron respuesta. Desesperado y conocedor de que la desaparición de tales elementos urbanos era inminente, decidió aquella noche encerrarse en su cabina como gesto de protesta y, ante todo y sobre todo, como un gesto de amor casual.

 

                                                                                              Fin de la 2ª parte.

                                                                                              Título original: Diluvios en la Quinta.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Hola querida fuente de ideas, otra vez más propones un encuentro entre la lluvia, no me canso de leerte. Un beso pronto tendrás noticas

Anónimo dijo...

Que vivan las casualidades...