Uno,
por ejemplo, puede ser mayor y llorar. Pero siempre a solas.
* * * * *
Ella se acercó a la
mesa cuando todos salían. Sonreía y me ofreció “si quieres, puedo enseñarte un
truco para que se cumplan tus deseos”. Mientras metía el material de clase en
el maletín y el aula se iba vaciando de personas pequeñas con grandes mochilas,
me detuve a sopesar la oferta de aquella niña durante unos segundos.
- ¿Ah, sí? ¿Y se
cumplen de verdad?
- Claro, ya te lo he
dicho: –y bajaba la voz –es un truco.
Era mi primera experiencia
como tutor de un curso. Después de más de tres años deambulando por colegios de
pueblos hasta entonces desconocidos para mí, logré encontrar una plaza fija en
un colegio de mi ciudad natal. Primero-bé era un grupo de once niños y catorce
niñas, una de ellas Marta.
- ¿Y vale para
cualquier deseo?
Marta se encogió de
hombros, sin atrever a dar una afirmación tan contundente, limitándose a
afirmar: “a mí, de momento, me ha funcionado”. Con tales argumentos uno no
puede negarse a conocer las técnicas ocultas para conseguir lo que se desea,
por lo que le insté a que me mostrara aquella habilidad secreta que tan
amablemente se había ofrecido a compartir conmigo.
- Es muy fácil. Coge
un papel. –Lo arranqué de mi cuaderno. –Bien, ahora escribe el deseo que
quieras que se cumpla. –Lo escribí. Y entonces, un recuerdo…
* * * * *
Sucedía
también en una clase. Por aquel entonces, yo era uno de esos mocosos con
heridas en las rodillas o manchas de bolígrafo en las manos. Probablemente
estábamos en primero y hacía calor, porque llevaba aquella camiseta de rayas y
las ventanas estaban abiertas de par en par. En el patio no había nadie y ella
me explicaba lo que había que hacer:
Ahora
lo escribes y doblas el papel dos veces por la mitad y me lo das.
Ella
lo cogía, y se daba la vuelta con el papel entre las manos. De espaldas a mí,
la veía mover los brazos bruscamente a intervalos cortos de tiempo y volver la
cara hacia atrás para comprobar que yo no me movía ni intentaba ver lo que
estaba tramando. Después, giraba de nuevo con una mano atrás y otra delante con
el puño cerrado.
Ahora
tienes que pensar muy fuerte, muy fuerte, en lo que has escrito. Y darme la
mano. Y pensar muy fuerte muy fuerte.
Me
dio la mano que llevaba a su espalda y me miró.
¿Estás
pensándolo muy fuerte muy fuerte?
Cuando
asentí se llevó la mano que no agarraba la mía a la boca. Sopló fuertemente por el hueco que dejaba su
dedo índice apretado contra su pulgar y sucedió la magia: cientos de papelitos
salieron de su pequeño puño volando por la ventana, al aire cálido de aquel
¿mayo? ¿junio?, da igual. El caso es que mi deseo nunca se cumplió.
Recuerdo
que aquel día, al llegar a casa, lloré encerrado en mi habitación sin saber
exactamente la razón.
* * * * *
- ¿Vas a escribir
algo más?
- No. –Me había
quedado bloqueado durante el tiempo que duraba mi recuerdo, olvidándome por
completo de la pequeña Marta.
- Vale, entonces
dámelo. –Seguía un poco ausente, pensando en aquel recuerdo, hasta entonces
casi olvidado para mí. –El papel.
Tal y como había
supuesto, Marta me mostró el mismo truco que mi compañera de primero. Se
llamaba Natalia. Natalia Celdrán Dávila. Marta sopló por la ventana que había
junto a mi mesa y mi deseo, fragmentado en pequeños papelitos voladores, salió
flotando en dirección al lugar donde descansan los deseos que no se cumplen.
- Ya está. Se te
cumplirá.
Intenté dibujar una
expresión de emoción, a sabiendas de que el truco, en realidad, no funcionaba.
Ella me miró, casi triste, como dándose cuenta de que su intento por alegrarme
el día había fracasado.
- Alberto…
¿puedo darte un beso?
Y me desarmó con un
beso y un abrazo.
Aquel día, al llegar
a mi apartamento, lloré. A solas. Cumplía treinta y cinco años.
* * * * *
Dos
años antes, el día de mi cumpleaños cayó en miércoles y Gabriela y David venían
a verme para celebrarlo juntos en aquel pueblo en el que trabajaba. Gabriela
era la madre de David y la mujer a la que cuatro años atrás le había hecho
acreedora de mi “sí, quiero” particular. Yo nunca cumplí treinta y tres años,
porque aquel año me quedé sin cumpleaños, sin mujer y sin hijo. La carretera
era peligrosa, poco iluminada y con tendencia a las heladas en los meses de
invierno. No puedo echarle la culpa a ningún conductor borracho, ni temerario,
ni siquiera a Gabriela por haberse distraído… simplemente pasó, el asfalto se
volvió hielo y el Volkswagen azul se convirtió en una fiera sin control que
acabó empotrándose contra un camión que venía en sentido contrario.
* * * * *
No deberían permitir
a hombres tristes dar clases en primaria.
Al día siguiente, en
el recreo, Marta se acercaba con su risa puesta, sus trenzas, pecas y un
pequeño bulto en las manos. Yo tenía la costumbre de aprovechar ese tiempo para
sentarme en las escaleras del patio y observar el bullicio de niños y niñas.
- Mi mamá me ha dado
esto para ti. –Una servilleta arrugada era el escondite perfecto para un par de
magdalenas caseras. –Cuando estoy triste, ella siempre me hace sus magdalenas
mágicas.
- Supongo que el
truco de ayer también es cosa de tu mamá, ¿no?
Las trenzas se le
agitaron bruscamente con su sí silencioso.
- Mi mamá sabe magia.
Tuvo que aprender cuando mi papá se fue. Pero solo la utiliza para cosas
buenas. – Probé una de las magdalenas. –Ayer, por ejemplo, las hizo porque le
dije que estabas triste.
- ¿Y tú cómo sabes
que estoy triste?
Entonces se me
acercó lo más que pudo y me respondió.
- Es fácil: tienes la
misma mirada que mi mamá.
- ¿Tu mamá está
triste?
- Sí, pero ella lo
disimula mejor que tú. Se sabe los trucos.
Y echó a correr.
* * * * *
Tuve un pálpito que
me hizo citarme con la madre de Marta, con la doble excusa de agradecer la
atención de las magdalenas y tantear el ámbito familiar de la niña, cariñosa,
dulce, pero con un ligero aire de amargura. Era un martes, y en el ordenador,
el segundo apellido de Marta, al que nunca había prestado mayor atención,
comenzó a relampaguear, bailando de un lado para otro de la pantalla, jugando
con mi mirada, dándole vueltas a mi estómago y deslizándose con desvergüenza
por los recuerdos vagos de mi infancia:
Celdrán
Como
un imbécil, garabateé una página de mi agenda con un puñado de palabras y,
riéndome de mí mismo, arranqué la hoja y la hice trizas con la decisión que
maneja un jugador de cartas. Abrí la ventana del despacho y, retrocediendo casi
treinta años, volví a esparcir el confeti de los deseos por el aire de la ciudad,
haciéndolo revolotear, flotar, planear, mecerse, esparcirse. Caer.
Natalia,
por supuesto, me reconoció.
Por
eso aquella reunión no fue una reunión normal. Salimos del colegio y terminamos
en una terraza, comentando lo que la vida había hecho de nosotros. Los dos nos
habíamos casado y tenido hijos, yo perdí a los dos, ella sólo perdió al padre
de Marta, que se fue por voluntad propia seguro de que todo iba a ser más fácil
ingresando en un clínica de desintoxicación. Natalia se dedicaba a mantener un
discreto contacto eventual para saber de él. Yo no pasaba un día sin acordarme
de Gabriela y David.
-El
otro día Marta me volvió a enseñar ese truco de los deseos que se convierten en
confeti. –Natalia sonreía. –Y recordé aquel día que me lo enseñaste tú.
Quizás
fue la cerveza, quizás los treinta y cinco años, quizás el sol, pero después de
dos horas de hablar de nosotros, de su hija, y de todo lo acontecido:
-
Teníamos siete años… ¿sabes lo que escribí aquel día en el papel?
Su
mirada era una afirmación tímida y simpática, en el fondo siempre lo habría
sabido…
Y
cometí el error de intentarlo. De tratar de ver cumplido ese deseo.
Ella bajó la cabeza, un tanto avergonzada.
-
Lo siento –me acarició la mano con la ternura del que trata de calmar a un niño
triste.
Algo
menos de treinta años después, Natalia Celdrán Dávila seguía siendo la misma
niña cariñosa y a la vez inaccesible para mí.
Dos besos, sonrisas,
miradas, recuerdos, me alegró verte de nuevo, suspiros, más miradas, un niño
con camiseta de rayas, la cuenta, un cigarrillo, confeti-desilusión, la calle,
Natalia.
Y adiós.
Este relato resultó
ganador en la XV edición
del Premio Literario Victoria Kent,
en su
modalidad de relato. (2009).
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