Pasos
de cebra
·Historia
fugaz de amor frugal en el semáforo del Corte Inglés·
¿Qué se le dice a la mujer de tus sueños
si no la conoces de nada,
si sólo has compartido con ella
el tiempo que tarda un semáforo?
Rojo
peatón. Tuve que detenerme en seco y entonces, los coches.
Al otro lado
la descubrí. A Ella. Porque Ella no tenía nombre. La contemplé despacio, entre coches con prisas
laborales, luces de neón, gentes de martes por la tarde, invierno, bufandas con
olor a hojarasca, motocicletas con faringitis. Las cebras urbanas, etcétera.
Cuando vi sus ojos sorprendí su mirada. Ella también me observaba y yo tampoco
tenía nombre.
Lo nuestro
era imposible. Y supongo que los dos lo pensamos en ese momento inicial, en el
encuentro fortuito, furtivo, quizás obsceno. Frente a frente, las miradas
encendidas eran desafiantes –quién puede más –su pelo rubio, recogido, los
labios odiosamente deseables, el cuello como una puerta abierta al infinito...
Yo soñaba en blanco y negro sus besos, y ella me mostraba sin compasión el
erotismo de su pupila, el rojo-pasión del semáforo, la ternura de sus labios;
mantenía sus ojos en mí, retándome a la locura, empujándome al atrevimiento, dándome
motivos para la valentía: “Yo pongo las normas: si me dices algo, te regalo un
beso”, ella era la reina blanca... yo el rey negro y el asfalto un tablero
bicolor de sesenta y cuatro cuadrados. Lo nuestro, definitivamente, era
imposible.
Entonces,
automóviles que frenan y verde peatón. En instantes de segundo tenía que
decidir por qué rayas optar, negras, blancas, negras... mejor blancas. La
crueldad de las decisiones. Tomar decisiones, blanco o negro, éxito o fracaso,
todo o nada... y, sin embargo, quizás no haya nada tan decisivo... tal vez el
éxito y el fracaso no son resultados de las decisiones sino designios del azar. De cualquier manera, opté por blancas, confiando en
que su decisión hiciera unirnos en el centro del paso de cebra, en la misma
franja, el mismo color... Adelante.
La marea de
gente se lanzó a la conquista de la otra orilla y nosotros, ambos, decidimos
comenzar el abordaje. Nos acercamos el uno al otro, entre procuradores, funcionarios,
contables, fontaneros, amas de casa y demás habitantes de los pasos de cebra.
Yo, pendiente de no pisar las franjas negras y sin dejar de mirar sus ojos,
ella amenazando con conquistarme a algo más de un metro de mí. Me lancé a la
búsqueda de palabras para decirle que ella era mi “ella”, esa mujer que todos
buscan y que nadie encuentra.
Mentalmente
trataba de pensar algo que decirle, pero.
Sí:
“pero”. Porque… qué se le dice a la mujer de tus sueños si no la conoces de
nada, si sólo has compartido con ella el tiempo que dura un semáforo. Se quedó
frente a mí, franja negra, peatón intermitente. Nos limitamos a mirarnos,
desconocidos en franjas de diferente color y perdidos en las calles de la
ciudad sin nombre, sin poder decirnos nada porque nada se dicen los que de nada
se conocen. El tiempo se quedó congelado y nos dejó frente a frente sin poder
hacer nada, sólo continuar cada uno su camino hacia la otra acera... porque
quizás aquello había sido imposible desde el principio, tal y como habíamos
pensado. Sí, yo también me dije esas mentiras. Tantas y tantas veces.
Y
así, sin más, nos dejamos pasar el uno al otro, perdiéndonos entre la gente,
como un ciudadano más, esperando nuevas batallas que, por supuesto, volveremos
a perder. Decepcionados con la oportunidad huida, la fugacidad de los
semáforos.
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