Adoro la forma
en que te sientas en la parada de autobús.
Distraída, con
el móvil entre las manos y yo-qué-sé-qué en la cabeza, adoptas esa postura que
a mí me resulta imposible: las piernas extrañamente cruzadas, quedando sentada
tú sobre una de ellas, la de abajo, que doblas hacia tu cuerpo, y la otra, la
que cruza, con el pie encima del propio asiento. Una equis perfecta, como
marcando el lugar.
Cada día te
observo durante diez minutos, el tiempo que suele tardar el autobús en llegar y
desaparacerte. Al día siguiente vuelves como si nada: de nuevo tu postura
imposible, tu aire despistado. Los viernes, sin tú saberlo, te despides hasta
el lunes con la sonrisa del que tiene el fin de semana por delante. Para mí,
instalado en un día entresemana perpetuo, los viernes no significan nada, acaso
un ventanal sin sustancia durante 72 horas, un adiós disimulado, una maldición
a la línea 39, un odio tu ausencia los mediodías del sábado y domingo.
Ando
obsesionado con mirar la calle. Por eso, Margarita me deja junto al balcón cada
día, después de comer. Palomas, el tráfico, niños correteando, gente que pasa,
habitualmente con prisas que le otorgan los horarios impuestos de oficinas y
comidas en familia, y tú, la más apacible de todos, con tu mirada limpia y
tranquila, tu pelo ondulado años 50, tu manos menudas y tus movimientos
tímidos. Se te ve feliz, algo inocente, apenas una veinteañera despistada. Tal
vez por un poco de todo ello me recuerdas tanto a Julia.
[Julia…]
A veces pienso
en bajar a saludarte, presentarme como el hombre que lleva 5 meses siguiéndote
la pista cada mediodía, entre las dos y las dos y diez, desde el balcón de
enfrente, en la primera planta de aquel edificio. Pienso en contarte, que a
pesar del tiempo y mis arrugas y mi vista más que cansada, te reconozco, porque
sigues siendo la chica del despiste y la timidez. Me imagino allá abajo, junto
a ti, bajo esa moderna marquesina de cristal y acero, y, casi temblando, contarte
que, tal y como me prometiste, me hiciste el hombre más feliz del mundo,
contarte que desde aquellos días de hospital y lágrimas, pésames y cementerios,
echarte de menos y mirar por el balcón es a lo que se ha reducido mi cotidianeidad.
Contarte tantas y tantas cosas que tú ya ni siquiera recordabas. Contarte que
te conocí hace casi sesenta años, aunque tú tengas 20 y eso no sea posible,
aunque por aquel entonces no existía ni esa parada de autobús ni esta
residencia de ancianos que me sirve de atalaya, ni yo era tan viejo ni tú vestías
vaqueros, ni nos imaginábamos siendo abuelos ni yo te quería ya tanto, pero sí
que ya por aquel entonces, adoraba tu extraña forma de sentarte.
Si esta silla
de ruedas me dejara, bajaría a conocerte de nuevo, a reiniciar nuestra historia,
a que me prometieras de nuevo que vas a hacerme el hombre más feliz del mundo.
Entonces, solo
entonces, dejaría de escribir historias estúpidas de viejo senil.
*Fotografía tomada de la web http://eduardoochoa.com
*Fotografía tomada de la web http://eduardoochoa.com
1 comentario:
Ay... el romanticismo... esa cosa...
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